domingo, 21 de noviembre de 2010

LOS COLEÓPTEROS DE DURREL (III) Apuntes para una estética de la postmodernidad






En las siguientes líneas nos centraremos en una visión general, concisa por obligación, de los cuatro temas esenciales del pensamiento postmoderno: el Sujeto, la Historia, la Teoría y la Estética/Ideología, pilares básicos que serán puestos en tela de juicio, cuestionados, considerados motivo de sospecha (más sistemática que particular), y que proporcionan una visión de conjunto un tanto hipermétrope en el horizonte ideológico postmodernista.

El problema del Sujeto ocupa una gran parte de la literatura y del pensamiento posmoderno: la desaparición del autor, la crisis del yo unitario y racional así como la emergencia del individuo son algunos de los elementos comprendidos en la teoría de la subjetividad que llevarán al presente movimiento a una crítica de la tradición humanista (probablemente empachada de tanta sexta napolitana) El punto de vista adoptado por la tradición postestructuralista (Foucault, Derrida, Deleuze, Lacan, Guattari…) nos remite a la desintegración del sujeto que ya no interviene en la explicación del mundo y deja de ser agente efectivo de la naturaleza. La consecuencia directa de estos presupuestos es la transformación de la noción de identidad entendida como fijación y unidad (Laclau, Sawiki), el advenimiento del nuevo individualismo occidental (Lipovesky, Finkielkraut) y los recientes dilemas del yo: el narcisismo, la pluralidad de elección, el cinismo (Sloterdijk), la fragmentación, la banalidad…


Asimismo la Historia como explicación cronológica, como correlato lineal de la supremacía del sujeto cartesiano, se debilita en su continuidad clásica y se disuelve su teleología utópica o inmanente. El pensamiento posmoderno adopta decididamente la forma de una “genealogía” y una “arqueología” (Foucault) cuyo postulado es que todos los relatos explicativos, toda forma específica de codificar la temporalidad, en el fondo, encubre intereses inconscientes y otras formas de saber.

Separado de la representación, el lenguaje no existe de ahora en adelante sino de un modo disperso: para los filólogos las palabras son como otros tantos objetos constituidos y depositados por la historia; para quienes quieren formalizar, el lenguaje debe despojarse de su contenido concreto y no dejar aparecer más que las formas universalmente válidas del discurso; si se quiere interpretar, entonces las palabras se convierten en un texto que hay que cortar para poder ver aparecer a plena luz ese otro sentido que ocultan; por último, el lenguaje llega a surgir para sí mismo en un acto de escribir que no designa más que a sí mismo.
Michel Foucault (La palabras y las cosas, 1966)

Enfrentándose a la tradición humanista, este pensador francés declaraba sin empacho que “el hombre es tan sólo un desgarrón en el orden de las cosas”, un concepto que ha surgido por una peculiar disposición histórica que ha tomado el saber. Frente a “todas las quimeras de los nuevos humanismos”, afirmaba Foucault, “reconforta y tranquiliza el pensar que el hombre es sólo una invención reciente, una figura que no tiene ni dos siglos, un simple pliegue en nuestro saber y que desaparecerá en cuanto éste encuentre una forma nueva”. La historia siempre se escribe desde la perspectiva del presente, satisface una necesidad del momento. Frente a la historia ontológica causal o la historia oficial, la interpretación genealógica exige el rechazo de la idea clásica de verdad. Solo existen, afimaba Nietzsche, metáforas sobre una realidad infinita (es recomendable el estudio de Giovanni Vattimo sobre el concepto de máscara en el pensador germano)

En el campo de la Teoría entran en crisis los conceptos de representación y verdad (Rorty), así como los dualismos basados en la dialéctica entre esencia y apariencia (Heidegger, Derrida) La incredulidad respecto a las metanarrativas (Lyotard) y el abandono de la distinción clara entre objeto y sujeto (Baudrillard, Lyotard) supone otro importante golpe dirigido contra asunciones básicas del pensamiento ilustrado. Se sigue apasionadamente a Nietzsche en la crítica sobre la autorreflexión, la autoidentidad o cualquier suerte de elemento racionalista que amortigüe los instintos físicos vitales (Deleuze, Guattari) y la disposición a vivir con la pluralidad.

La Estética/Ideología, como cuarto jinete del Apocalipsis, reabre la vieja herida de una emancipación universal del arte, opuesta a la aquiescencia ramplona del subjetivismo subvencionado (sub-sub), y refrendado por un nuevo concepto de lucha. El compromiso identitario no deja de lado al público (ya mencionamos a H. W. Henze en el primer artículo de esta serie), sino que busca tanto su provocación (entre la pose y el análisis) como su agradecimiento. La recomposición del singular debate entre lo público y lo privado lleva a buscar un equilibrio difícil entre la expresión artística y el público, lo que nos llevará en el próximo artículo a estudiar el problema del sujeto, su muerte certificada o no, y la superficialidad como rasgo formal de esta nueva era. Parafraseando a Bernstein, si son necesarios cien años para reconocer al genio de Mahler, a más de uno le van a hacer falta varios siglos…

Un abrazo para todos. Agur. IFG

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