Fuente: Sul Ponticello
Autor/a: Sergio Blardony
No empieza muy bien el veranito, no.
Escribo esto todavía con el jadeo propio de un desasosiego extraño y muy desagradable, y con la cara de pan que queda después de darse de bruces con una desastrosa noticia: el Aula de Música de la Universidad de Alcalá de Henares acaba de desaparecer. Se ha volatilizado, evaporado; así, sin más, de la noche a la mañana. El Colegio de Basilios que la albergaba desde 1987 yace ahora cerrado a cal y canto, quizá por más tiempo del que estuvo antes de que el Aula de Música encontrara allí su lugar. ¿Cuál será el nuevo uso de este magnífico edificio del siglo XVII? ¿Volverá a su función de prisión militar adoptada en nuestra triste posguerra? Por lo que se sabe de momento, tal y como ha sido el desalojo y despedida, los objetos personales de sus trabajadoras no han sido amnistiados y permanecen inalcanzables en los despachos. Vayan juzgando también los modos, además del fondo.
Y no es esta una mala noticia cualquiera, no, porque se puede decir que el Aula de Música tiene viso histórico en el hacer educativo y cultural de nuestro país (algo acorde con el prestigio histórico de la universidad fundada por Cisneros en el último año del siglo XV). No en vano por ella pasaron –en una época donde todavía casi nadie paraba por estas tierras, no lo olvidemos- figuras enormes de la música europea y americana. Compositores, intérpretes e investigadores del arte musical que lograron ser atraídos por el buen hacer académico y el hambre de conocimiento musical que se respiraba en ese país de pandereta, toros, fútbol, paella y tórrida playa que todavía era España, y que parece algunos se empeñan, en una especie de alarde valleinclaniano, en rememorar a cada momento. No es cuestión de aburrir con nombres, pero daré unos cuantos, para que la memoria no nos juegue una mala pasada y se pueda pensar que inflamos el drama: Samuel Adler, Paul Badura-Skoda, Helmut Lachenmann, Jonathan Harvey, Sylvano Busotti, Bryan Ferneyhough, Philippe Hurel, Mauricio Kagel, Maria João Pires, Charles Rosen, R. Murray Schafer, Salvatore Sciarrino… Y no cuento los españoles, que son multitud también, aunque sí diré que algunos fueron “restaurados” en el conocimiento público del país gracias a esas venidas desde esa Europa que todavía nos inspiraba cierta desconfianza y temor. Ahora, desde otra perspectiva muy distinta, terror es lo que nos produce. Curiosa paradoja, sí señor, si al final ha sido esa cultura centroeuropea que afloró en el Aula de Música en sus años de gloria la que indirectamente le echa el cierre, sirviéndose de los verdugos del recorte, éstos, con unas formas muy nuestras, eso sí.
El que escribe no puede ocultar que ha tenido un vínculo intenso con el Aula de Música, no sólo porque allí tuve mi última formación compositiva con uno de sus protagonistas, José Luis de Delás, sino porque después hubo iniciativas que no lograron fraguarse, en buena parte debido a la carrera hacia la destrucción que parece que emprendieron quienes la han hecho desaparecer definitivamente (u otros de similar talante). Ésos y otros frustrados intentos de iniciar proyectos novedosos dejaron también personas en el camino, algunos amigos, como ocurrió cuando se creó el CENAH (Centro de las Artes de la Universidad de Alcalá), fundado realmente para fagocitar cualquier independencia de las aulas universitarias dedicadas a las artes, eliminando de un plumazo y con nocturnidad, igual que lo ha hecho ahora con toda la institución, por ejemplo, a su nuevo director, dejándola definitivamente huérfana de esta figura. Por cierto, es curioso, el CENAH ha desaparecido del directorio de centros en la web de la universidad alcalaína. Misterios en los pasillos de la ilustre institución…
Pero al principio hablé de incredulidad con rostro de hogaza, y no es del todo cierto. Esto se veía venir desde hace tiempo. Los últimos cambios en la gestión del Aula de Música, que incluían la autofinanciación (cuando cualquier hijo de vecino sabe que esto es inviable en una actividad de este tipo), parecían pergeñados para labrar el desastre. La vuelta de espalda de la Fundación Caja Madrid supuso un punto de inflexión en ese lento desangrarse, y ahora resulta interesante recordar que, en sus orígenes, el Aula de Música recibió el respaldo de instituciones como la Confederación Empresarial Independiente de Madrid (CEIM) o el Instituto de Crédito Oficial (ICO). Empresarios y entidades financieras públicas apoyando la cultura, ya era raro entonces, pero… ¡cómo cambian los tiempos! Hoy, cuando intentamos organizar un acto cultural o educativo, sólo recibimos facturas con membrete de administración pública en concepto de “cesión de espacio público”. Dar, lo que se dice dar, nada; o como mucho, las migajas de la vergüenza.
La “cultura de la excelencia”
No hay más que pasarse por cualquier web de universidad española para atragantarse de “excelencia”. La Universidad de Alcalá de Henares no sólo no es excepción, sino que en su presentación se habla en estos términos: “Durante los siglos XVI y XVII, la Universidad de Alcalá se convirtió en el gran centro de excelencia académica: en sus aulas enseñaron y estudiaron grandes maestros como Nebrija, Tomás de Villanueva, Ginés de Sepúlveda, Ignacio de Loyola, Domingo de Soto, Ambrosio de Morales, Arias Montano, Juan de Mariana, Francisco Vallés de Covarrubias, Juan de la Cruz, Lope de Vega, Quevedo…” Así que estamos ante la “excelencia histórica”, aquella que no sólo alude a lo que puede venir sino también a de dónde venimos, algo que debería dejar poso y obligar a la reflexión sosegada en las decisiones drásticas. “Excelencia” es talento, algo que nunca faltó entre las paredes del Aula de Música y sí parece escasear en las altas instancias.
Pues bien, señores, tomando sus palabras, ¿qué es sino “excelencia”, por ejemplo, traer a un Aula de Música a un pianista y teórico como Charles Rosen? ¿No es suficiente con que enseñe en las universidades de Harvard, Oxford o Chicago? Un pianista como él, heredero casi directo –a través de su maestro Rosenthal- del pianismo lisztiano, ¿no es merecedor de la calificación de “excelente”? ¡Pues si hasta tiene un premio Pulitzer! Pues no, no parece suficiente. La “excelencia” parece moverse en otros lares, en los de los políticos, los banqueros, los empresarios de as de oros en la solapa y de bastos en la manga… Ciertamente, estamos ante los mismos complejos nacionales que nos asaltaban tiempo ha, cuando el rechazo a la cultura no era todavía encubrimiento, sino que nos servía para la afirmación. Hemos pasado sin solución de continuidad del “y a eso lo llaman arte… ¡Bah!, si eso lo hace un niño” al “Miró es deslumbrante, increíble, un verdadero genio. ¿Que qué me dice?, ¿a mí?, pues no sé…”. Podemos adivinar fácilmente el final de la frase: ”…mi hijo hace cosas así”.
Todo esto parece responder tristemente a un problema cultural crónico, que arrastramos desde hace mucho, demasiado tiempo. Fueron los desastres del 98 y la explosión intelectual que surgió a su alrededor los que nos hicieron tomar conciencia plena por vez primera. La pérdida definitiva del imperio no nos sentó bien, reconozcámoslo. Y después… después vendrán muchos grandes a incidir en ello, y Machado a decirlo con voz clara en un conocido poema de un conocidísimo poemario referido a Castilla, perfectamente extensible al resto de España: Castilla miserable, ayer dominadora, / envuelta en sus andrajos desprecia cuanto ignora. Y, como escribe el pianista Josep Maria Colom en una carta recién enviada a las redes sociales sobre la triste desaparición del Aula de Música, en la que fue docente desde su inicio: “El precio de una cosa lo conoce cualquiera; captar el valor es más sutil y requiere cultura y responsabilidad. La pena es que la mayoría de quienes manejan el poco dinero público que va quedando no ven ni quieren comprender la diferencia.”
Y así nos va. Dándole a la podadora sin compasión ni contemplaciones, cortando las mismísimas raíces (se diría que con al menos un punto de sadismo innecesario), creyendo los brillantes jardineros que luego saldrá algo de la tierra, aunque lo que brote sea una pura deformación. O, peor aún, sabiendo que no crecerá nada, que no importa volver a dejar el país como un desierto. Porque quitar infraestructuras y recursos en la educación musical es, en un país como el nuestro, convocar al desastre. No, no teníamos tanto, no estábamos nada sobrados, cualquier golpe bajo nos hace daño, más que pupa. Pero si, encima, la estocada es tan vil y traicionera, si se hace con nocturnidad y alevosía, tan cobardemente, no nos queda más remedio que pensar que es imprescindible el grito de defensa y acusación. Se hace cada vez más necesario alzar la voz contra aquellos que piensan que todo se soluciona despachando lo desconocido, lo que estorba por carencia propia, creyéndose que es una prenda sobrante en su vestidor por el mero hecho de que desconocen su utilidad en las malas noches de invierno. Una palabra que no les gustará oír, pero ante la que sólo podrán defenderse con hechos demostrables en su quehacer académico: INCULTURA.
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