Disculpas, en primer lugar, por la tardanza en esta sexta entrega. Esperemos que haya merecido la pena.
Nuestra época, contemporánea o actual para más señas, da apertura a una nueva concepción de la identidad que se extiende en su versión pública dentro de los límites del capitalismo tardío, también contemporáneo o actual (para más señas). Frente al postmodernismo más radical, surge lo que se ha denominado la segunda revolución individualista (Gilles Lipovesky). Si se separan las categorías de sujeto e individuo, nos acercamos al relativismo: un sujeto sin universales, sin revolución, sin certezas, sin verdad, sin Metarrelatos; individualista pero sin fuerte identidad, autónomo pero flexible, más que tolerante, casi indiferente… Julia Kristeva asegurará con amargura que “no tenemos ni el tiempo ni el espacio necesarios para hacernos con un alma”.
Sumergidos parcialmente en estas aguas, el narcisismo se presenta como el símbolo más paradigmático de la nueva sociedad hedonista que tiene como esfera de intercambios el consumismo. El placer efímero e inmediato y la continua creación de necesidades subjetivas necesitan para su contagio irrefrenable que los conflictos de clase queden neutralizados y que prime la libertad frente a la igualdad (¿estratificación social?, ¿institucionalización de la desigualdad?). Dentro de esta nueva mercantilización es necesario que exista una pluralidad de productos que satisfaga al consumidor (que sucesivamente se transforma en un sujeto que digiere con dificultad sus frustraciones materiales) Así, en la lucha entre valor de uso y valor de cambio, todo tiene precio.
La ideología del consumo se asienta sobre una lógica clasista que supedita el comportamiento económico individual a la satisfacción de sus intereses. Los individuos ya no se encuentran atados a las cosas. Curiosamente, cuando se sacralizan los objetos (dios-grabado, dios-cheque, dios-escultura, dios-coche…) también es fácil separarse de ellos, ya que la preservación del culto exige devoción hacia la novedad. Alan Finkielkraut denuncia la lógica del consumo como destructora de la cultura y la libertad; el individualismo contemporáneo ha vaciado de contenido estas palabras para introducir en ellas únicamente la satisfacción de los deseos (vaporosos y inalcanzables como en el mito de Tántalo)
Retomemos en este punto unas palabras llenas de intuición y perspectiva de uno de los intelectuales más lúcidos de su tiempo:
“Con el tiempo llega uno a convencerse de que está de más en el mundo; que no hay fines propios del hombre, porque los únicos fines –que son la conservación y la generación- son fines específicos, no individuales, que no hace uno nada esencial, o si hace algo es engendrar otro ser análogo o peor, y que todas las demás ocupaciones son formales o imitativas y como eflorescencias que produce el roce orgánico. Somos ni más ni menos que motores; trabajamos para tirar de un peso, para producir movimiento, para dar este o aquel resultado útil. Pero el motor, ¿qué es en sí? Parece algo porque puede funcionar solo, porque echa chispas o vapor o humo; pero su razón de ser es la máquina. Así, nosotros, para que el engaño sea más agradable, echamos varias cosas hacia fuera y creemos que son algo, siendo así que lo que hay positivo es la máquina de nuestra especie, a la que vamos uncidos como esclavos”.
Son palabras del Epistolario de Ángel Ganivet, que falleció de forma trágica en ese aciago año 1898.
Junto al narcisismo, el nuevo individualismo ha traído consigo otros dilemas del yo, otras formaciones identitarias que ocupan el escenario postmoderno: los nuevos cínicos, portadores de la falsa conciencia ilustrada (Peter Sloterdijk) Celebrado el colapso de las ideologías omnicomprensivas, la culminación de la razón occidental y la relativización de los valores se transmuta en indiferencia. Se produce un proceso de conversión al realismo (Pietro Barcellona) en el que los individuos cultivan desapego hacia el compromiso con lo público replegándose en sus preocupaciones puramente personales. Se desarrolla de esta manera una radical trivialización de la ética personal (no digamos ya nada de la profesional) que permite evitar el compromiso con la identidad del yo.
El cinismo se transforma en la principal herramienta. Contra el principio “esperanza” surge el principio “vivir aquí y ahora”. ¿Para qué comprometerse? ¿Para qué perseguir ilusiones? ¿Para qué crear? El presente, aterrador en su escena nihilista, queda edulcorado bajo láminas de inmadurez y pereza. Es más sencilla la queja y los gestos lastimeros. ¿Para qué? Esa actitud es extremadamente contagiosa y nos muestra una de las caras más amargas de la postmodernidad. La más peligrosa aparece con la adulteración de los ideales democráticos. Si su fuerza destructora es imparable en política y economía, ¿cómo no será en el campo de la cultura? Tal vez por esa razón, hoy día hay quienes valoramos la pureza que se encuentra en las creaciones auténticas, como los versos que memorizaba Osip Mandelstam…
Nuestra época, contemporánea o actual para más señas, da apertura a una nueva concepción de la identidad que se extiende en su versión pública dentro de los límites del capitalismo tardío, también contemporáneo o actual (para más señas). Frente al postmodernismo más radical, surge lo que se ha denominado la segunda revolución individualista (Gilles Lipovesky). Si se separan las categorías de sujeto e individuo, nos acercamos al relativismo: un sujeto sin universales, sin revolución, sin certezas, sin verdad, sin Metarrelatos; individualista pero sin fuerte identidad, autónomo pero flexible, más que tolerante, casi indiferente… Julia Kristeva asegurará con amargura que “no tenemos ni el tiempo ni el espacio necesarios para hacernos con un alma”.
Sumergidos parcialmente en estas aguas, el narcisismo se presenta como el símbolo más paradigmático de la nueva sociedad hedonista que tiene como esfera de intercambios el consumismo. El placer efímero e inmediato y la continua creación de necesidades subjetivas necesitan para su contagio irrefrenable que los conflictos de clase queden neutralizados y que prime la libertad frente a la igualdad (¿estratificación social?, ¿institucionalización de la desigualdad?). Dentro de esta nueva mercantilización es necesario que exista una pluralidad de productos que satisfaga al consumidor (que sucesivamente se transforma en un sujeto que digiere con dificultad sus frustraciones materiales) Así, en la lucha entre valor de uso y valor de cambio, todo tiene precio.
La ideología del consumo se asienta sobre una lógica clasista que supedita el comportamiento económico individual a la satisfacción de sus intereses. Los individuos ya no se encuentran atados a las cosas. Curiosamente, cuando se sacralizan los objetos (dios-grabado, dios-cheque, dios-escultura, dios-coche…) también es fácil separarse de ellos, ya que la preservación del culto exige devoción hacia la novedad. Alan Finkielkraut denuncia la lógica del consumo como destructora de la cultura y la libertad; el individualismo contemporáneo ha vaciado de contenido estas palabras para introducir en ellas únicamente la satisfacción de los deseos (vaporosos y inalcanzables como en el mito de Tántalo)
Retomemos en este punto unas palabras llenas de intuición y perspectiva de uno de los intelectuales más lúcidos de su tiempo:
“Con el tiempo llega uno a convencerse de que está de más en el mundo; que no hay fines propios del hombre, porque los únicos fines –que son la conservación y la generación- son fines específicos, no individuales, que no hace uno nada esencial, o si hace algo es engendrar otro ser análogo o peor, y que todas las demás ocupaciones son formales o imitativas y como eflorescencias que produce el roce orgánico. Somos ni más ni menos que motores; trabajamos para tirar de un peso, para producir movimiento, para dar este o aquel resultado útil. Pero el motor, ¿qué es en sí? Parece algo porque puede funcionar solo, porque echa chispas o vapor o humo; pero su razón de ser es la máquina. Así, nosotros, para que el engaño sea más agradable, echamos varias cosas hacia fuera y creemos que son algo, siendo así que lo que hay positivo es la máquina de nuestra especie, a la que vamos uncidos como esclavos”.
Son palabras del Epistolario de Ángel Ganivet, que falleció de forma trágica en ese aciago año 1898.
Junto al narcisismo, el nuevo individualismo ha traído consigo otros dilemas del yo, otras formaciones identitarias que ocupan el escenario postmoderno: los nuevos cínicos, portadores de la falsa conciencia ilustrada (Peter Sloterdijk) Celebrado el colapso de las ideologías omnicomprensivas, la culminación de la razón occidental y la relativización de los valores se transmuta en indiferencia. Se produce un proceso de conversión al realismo (Pietro Barcellona) en el que los individuos cultivan desapego hacia el compromiso con lo público replegándose en sus preocupaciones puramente personales. Se desarrolla de esta manera una radical trivialización de la ética personal (no digamos ya nada de la profesional) que permite evitar el compromiso con la identidad del yo.
El cinismo se transforma en la principal herramienta. Contra el principio “esperanza” surge el principio “vivir aquí y ahora”. ¿Para qué comprometerse? ¿Para qué perseguir ilusiones? ¿Para qué crear? El presente, aterrador en su escena nihilista, queda edulcorado bajo láminas de inmadurez y pereza. Es más sencilla la queja y los gestos lastimeros. ¿Para qué? Esa actitud es extremadamente contagiosa y nos muestra una de las caras más amargas de la postmodernidad. La más peligrosa aparece con la adulteración de los ideales democráticos. Si su fuerza destructora es imparable en política y economía, ¿cómo no será en el campo de la cultura? Tal vez por esa razón, hoy día hay quienes valoramos la pureza que se encuentra en las creaciones auténticas, como los versos que memorizaba Osip Mandelstam…
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